
Todas las colinas ondulaban, pendientes del fuego nuevo. Guardaban aliento para poder fumar los vapores, porque la muerte del cerro es siempre una celebración para el que fuma, aunque luego finja llanto y desesperación.
Muy buenos días laurel, hoy morirás: muy
buenos días cenzontle y arpía, hoy el vuelo sobre el fuego será terrible,
perderán muchas plumas; cenzontle: tú eres más pequeño también hoy morirás.
Las colinas guardaron calma, una calma llena de terror, de animales que ya no
cantarán más, de lagos y lagunas con cara de fantasma, a punto de por secarse
de tanto llevar el cántaro al agua, osos y zorras con su andar atarantado por
unos gritos que aún no suenan.
Cuánta algarabía al tronar las primeras ramas, cuánta fiesta siniestra con el
correr casi organizado de animales y ánimas que huyen de la señora claridad,
del señor calor, del señor fuego. Y las mujeres y los niños que llegaron
primero pidiendo lluvia para terminar ese infierno del monte, y los hombres,
cuando llegaron, vieron cómo ya atacaban al fuego y por un momento temieron por
su vida porque el fuego no tiene respeto
ni por el aire que se respira. Y uno de ellos, que llegó muy tarde, que
llevaba un extintor que usaba en la fábrica, fue a abrazar el fuego y el fuego
le abrasó con el amor de una mujer que se ama dulcemente, y murió, y la gente
lloró en su velorio, pero no todo fue una pérdida.
Tan extraño objeto: cilíndrico, rojo, ajeno al monte y a los árboles, incluso al mismo fuego, fue después objeto sagrado y santo, porque al disiparse la sofocante nube de polvo blanco que escupió el extintor, después de apagar algunas lenguas ardientes de lumbre, se formó una niña de cuatro años.
El fuego no le provocó ningún daño, aunque
ella lloraba con los ojos cerrados. La bañaron al bajar al pueblo, le pusieron
un vestido blanco y le nombraron, con el paso de los días, Denisse.
No sé más de ella, la conocí en un taller de escritura; ella escribe poesía y
suele beber cerveza algunos días del año con gente que viene del fuego, como
ella; tal vez sea su origen de lengua de lumbre, llamas que lo arrasaron todo,
como sus letras que dejan la piel encarnada como recién quemado bajo la
hoguera.